Es tarde de domingo después de un fin de semana duro y no hay muchas ganas de hacer nada. Gruesas gotas resbalan por el cristal del balcón y, a pesar de que quizás el estado anímico no acompañe, nos proponemos una de peli y manta. Recuerdo que nos recomendaron una hace tiempo, una de esas que pasan desapercibidas pero que se consideran joyas. Un tesoro enterrado, sin X que marque el lugar, sin mapas que guíen hasta ella, nada más que un par de comentarios de taberna de mala muerte que nos guían a ciegas hasta nuestro destino. Abrimos el armario y, sin dobles sentidos, sacamos Pride y la metemos en nuestro reproductor.
Sólo con el nombre nos podemos imaginar el tema global de la película, y también por qué es uno de esos tesoros enterrados, que no salen demasiado a la luz. Hay ciertos temas que al cine internacional, a 2017, no le siguen sentando demasiado bien, y de los que solo dejan pequeñas pinceladas en personajes muy secundarios. Pero en ocasiones surgen películas como Pride, para dejarnos a todos claro que el buen cine existe, y que pasa por dejar de lado el mainstream y lanzarse a la piscina con los brazos abiertos. El mérito de esta película reside en que está rodada sin tapujos y con un guión sólido, sin giros incoherentes y muy bien narrado, que hace que el espectador empatice con los personajes.
Su director, Matthew Warchus, reúne un casting con mucho salero que marida de forma excepcional y extrae de unos personajes aparentemente simplones y de manual una unión y una retroalimentación mutua que conforma el alma del filme. La obra es la segunda película del director, 16 años después de la primera, pero no caigamos en el error de pensar que estamos ante un autor novato: esos más de tres lustros se los ha pasado dirigiendo y produciendo musicales a caballo entre Broadway y el West End londinense, y eso se nota en la película y en su banda sonora.
La película nos lleva por todo el abanico de sensaciones en cada una de sus escenas, pero no simplemente por cómo está montada, sino porque se centra en unos hechos que realmente sucedieron y con personajes de carne y hueso, excepcionalmente llevados a la pantalla. Pasamos de la carcajada al miedo, de la ternura a la emoción, de la alegría a la tristeza en un metraje que no deja espacio para el bostezo. A día de hoy, y con la situación que vivimos, emociona pensar que hace tiempo cuando un colectivo reclamaba un derecho, la opción más difícil, pero la más justa, era la que se tomaba. Esta película homenajea a sus personajes, a los que recordaremos de la misma forma con la que ellos demandaban lo que por derecho era suyo: con valor, fuerza y orgullo.

Una genialidad, un soplo de aire fresco que sabe combinar drama, comedia y emoción a partes iguales. Una lección hecha cine de la que, como sociedad, más nos valdría tomar nota.


En el verano de 1984, siendo primera ministra Margaret Thatcher, el Sindicato Nacional de Mineros convoca una huelga. Durante la manifestación del Orgullo Gay en Londres, un grupo de lesbianas y gays se dedica a recaudar fondos para ayudar a las familias de los trabajadores, pero el sindicato no acepta el dinero. El grupo decide entonces ponerse en contacto directo con los mineros y van a un pueblecito del sur de Gales. Empieza así la curiosa historia de dos comunidades totalmente diferentes que se unen por una causa común.

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